jueves, 22 de diciembre de 2011

Relato del Gran Viaje

Al terminar lo que fuera el viaje de Tigre a San Pedro en bicicleta, me dije a mí mismo que nunca más volvería a hacer algo semejante, que una sola vez es suficiente para saber de qué se trata. Sin lugar a dudas comencé muy entusiasmado, y quiénes mejor que mis amigos, Cristian, Juani y Ciri, como compañeros para embarcarse en este tipo de aventura sobre ruedas.

Muchas cosas se manifiestan de esta manera, en especial los acontecimientos que uno considera grandes. Sólo la simple idea genera entusiasmo, el cual es alimentado con el correr de los días hasta satisfacerse al convertirse en realidad cuando llega el mismísimo día de partida. Prepararse para una presentación en vivo es una analogía apta, ahora que lo pienso mejor. Pero me da mucha gracia recordar la madrugada del siete de enero de 2011 cuando después de unas pocas horas de descanso en casa de Ciri y Juani (hermanos), Cristian me confirma con una pregunta casi retórica una inquietud que había comenzado a surgir dentro mío, como si fuese capaz de descifrar mis nervios con tan solo mirarme: “Claudio, te darás cuenta de lo que te espera ¿no?” Riéndome, le contesté: “Podés estar seguro que lo estoy empezando a sentir”.

Fue mientras tomaba mi té junto a él y los hermanos Medina cuando terminé de comprender la magnitud de lo que estaba a punto de llevarse a cabo; unos últimos preparativos y todo estaría listo para poder partir ¿Hacia dónde? tenía respuesta. Hacia qué fin, no lo sabía, pero cuanto antes partiésemos, mejor para esta mente más que inquieta.

A las cuatro y veinte de la mañana comenzamos a pedalear hacia Santa María, la avenida principal de Rincón, ciudad perteneciente al partido de Tigre, de donde los cuatro venimos. A pesar del calor de la época (diciembre, enero y febrero son meses de verano en el hemisferio Sur), a esas tempranas horas el fresco estaba muy presente. Por otro lado, la avenida estaba vacía y silenciosa excepto por nosotros y nuestras cadenas en movimiento. Ni siquiera habíamos llegado al puente Guazunambí (apenas un kilómetro o incluso un poco menos de nuestro punto de partida) cuando Ciri, que estaba más cerca de mí que los otros dos, me hizo saber que había olvidado de poner mi botella de agua congelada en su respectivo soporte atornillado al cuadro de mi bicicleta. “¡Uy, no puede ser!” exclamé. Lo peor de todo es que durante los preparativos me había mantenido muy atento a quitarla del congelador antes de salir. Para ser honesto, ya lo había hecho, pero fui lo suficientemente terco y paranoico como para volver a guardarla y dejarla “sobrecongelándose”; el precio por ser obsesivo, aunque las verdaderas consecuencias tendrían lugar horas más tarde.

De más está decir que no existía chance alguna de regresar. No es que hubiéramos cubierto una distancia abismal todavía, pero sí lo suficiente como para entender que el viaje había comenzado, nuestro enfoque ya era distinto al de las risas nerviosas de minutos atrás, había tomado seriedad así que simplemente no se podía pensar en dar la vuelta, y menos por una botella de agua sabiendo que ya había otras disponibles.

El resto del viaje nocturno no tuvo mucho más para destacar, aunque recuerdo mi actitud positiva y un comentario que Cristian le hizo a Juani y Ciri mientras me mantuve a la cabecera del grupo por varios minutos: “Si este tipo mantiene ese ritmo entonces nos va a hacer llegar para el mediodía”. Ese tipo de cosas definitivamente alimentan las ganas de seguir, y realmente son necesarias en ocasiones así.

Los caminos eran regulares, calles asfaltadas de ancho promedio en una zona residencial, con angostas veredas bordeadas de árboles pequeños. Así se mantuvo el panorama por menos de una hora hasta que desembocamos en la autopista Panamericana, según el registro que armé para organizar este relato, la fase #2 de nuestra travesía.
Fase #2:

Por varios kilómetros transitamos la banquina de la autopista. Se había hablado de tomar el ramal que la costeaba por motivos de seguridad, pero de haber seguido con ese plan tiempo preciado se hubiese perdido. Los vehículos iban a gran velocidad, no cabía la menor duda, pero afortunadamente lejos de nuestro “carril”, así que el peligro no era inminente. Sí había que tener cuidado al toparse con las salidas. Era imprescindible desacelerar y ver por sobre nuestros hombros en caso de que algún conductor tuviera la intención de abandonar la autopista en ese preciso instante.

Con el correr de los minutos la noche de a poco le daba lugar a una despejada mañana. El fresco de la madrugada se mantuvo intacto. Recuerdo lo dolorido que estaba cuando hicimos nuestra primera parada oficial en la primera estación de servicio en aparecer a mano derecha. Mi asiento de bicicleta no era el más adecuado para esta empresa ¡Ja ja!

Después de unos tragos de bebida rehidratante y un alfajor, volvimos a sentarnos en esos condenados sillines para así rodear la rotonda que se encontraba a metros nada más de la estación de servicio y retomar nuestro camino por Panamericana hacia el noroeste.

Fase #3:

Como podrán imaginar, mi memoria pudo recolectar muchas de las escenas que hicieron al viaje, pero claramente no todas. Una laguna se formó entre la segunda y tercera fases, en donde el sol matutino finalmente hizo su completa aparición. Hasta el día de hoy ésta es mi parte favorita.   

Desde que tengo memoria las mañanas siempre fueron de mi agrado. Cada vez que me levanto temprano siento que me hago un bien extra por el simple hecho de ir de la mano con el mismísimo día. La tranquilidad de la casa a la hora de preparar el desayuno con leche, jugo de naranjas, tostadas y galletitas o salir a caminar por calles en las que sólo se escucha el piar de decenas de pájaros en los árboles y sobre techos de casas, con la excepción del ocasional automóvil a distancia y tren arribando a la terminal, suman a la experiencia de no perderse esas preciadas horas del día, tal vez las mejores.

Con esto quiero decir que probablemente la fase #3 es la que más resuena en mí por haber sido parte de la mañana de aquel viernes. Pero vale la pena destacar que ella compartió tiempo y espacio con un panorama encantador: los primeros metros de zona rural, con largas extensiones de distintos tonos de verde perdiéndose en la distancia a mi derecha. De chico siempre fue una alegría alcanzar dichas zonas cuando la familia viajaba en automóvil o micro hacia los lugares para vacacionar. Con muy poca frecuencia uno es testigo directo de la visual que ofrece el campo siendo miembro activo de la sociedad urbana. Esta vez la sensación fue todavía más intensa ya que esos recuerdos afloraron ante el paisaje que mis ojos observaban. La diferencia era que yo estaba pedaleando ahora, y no moviéndome sin moverme dentro de un vehículo motorizado.

Digamos que todo convirgió durante este tramo porque además de la mañana y el campo mi cuerpo entero terminó de acostumbrarse al esfuerzo que la actividad demandaba y ahora respondía con fluidez y comodidad; una trinidad interactuando en perfecta armonía, podría decirse. No sería extraño si dejé escapar alguna interjección que demostrara mi grata sorpresa y buen humor. Si el viaje de algo valía, esta fase era razón suficiente.


Fase #4:

Por supuesto, zonas de esta índole se extienden por kilómetros y kilómetros. Pero vestigios de lo urbano todavía quedaban en la forma de estaciones de servicio. Es así que de tanto en tanto nos deteníamos a descansar y alimentarnos. Después de haber hecho paradas en varias estaciones, Cristian fue lo suficientemente sensato (y ciertamente severo, como de costumbre) al decir que no había necesidad de detenerse por cada estación que se cruzara por nuestro camino. Yo estuve de acuerdo con su argumento. Nos deteníamos simplemente porque sabíamos de la comodidad que nos esperaba en cada uno de esos puntos. Pero la idea era llegar a destino antes de que el día llegase a su fin, y detenerse constantemente no ayudaba.

A medida que avanzábamos notábamos que la brecha entre estación y estación se hacía cada vez más grande. Por lo tanto, al avistar un parador a mano derecha estuvimos de acuerdo en aprovecharlo.

Juani, Cristian y Ciri entraron al salón-comedor para comprar provisiones. Yo decidí esperar sentado afuera. Una chica que estaba lavando el piso de la entrada vio las bicicletas y me preguntó de dónde veníamos y hasta dónde teníamos pensado llegar. Le contesté que habíamos partido de Tigre a la madrugada para llegar, con suerte, a San Pedro para la tarde/noche. Al ella recordar a otro grupo de ciclistas, me advirtió que los móviles de seguridad vial estaban atentos a lo que ocurría en el camino. Ya sabíamos que en realidad no estaba permitido viajar en bicicleta por la banquina de una ruta, que para ello estaba la calle lateral metros más abajo. La decisión de haber tomado la banquina no fue por rebeldía sin causa sino por la misma razón que horas antes había hecho que tomáramos la autopista directamente y no su ramal costero. La chica, evidentemente lugareña y atenta, me hizo un gesto con la mirada mostrándome cómo el móvil estaba aparcado entre los árboles al costado del camino, aparentemente en tiempo de descanso. Lo tuve en cuenta para cuando los cuatro retomáramos el viaje.

Será que en verdad los oficiales estaban en tiempo de receso (de ser así debo decir que se lo estaban tomando muy en serio), o tal vez nunca se percataron de nuestra presencia. La cuestión es que sencillamente no nos molestaron cuando retomamos el trayecto por la banquina. Yo, de todos modos, era partidario de no hacerlo. Al ser el menos dado a la aventura traté de respetar las leyes de tránsito la mayor cantidad de veces posible, no por miedo a la velocidad que toman los vehículos allí, de ser así nunca hubiese pedaleado ni siquiera por Panamericana. Pero al igual que la sociedad en la que vivo, nosotros, sin establecerlo formalmente, fuimos una democracia, y tres fueron los votos a favor de hacer caso omiso de la ley. Debo admitir que me alegra saber que ésa fue finalmente la decisión tomada. Una vez más este trío demostró tener lo necesario para afrontar este tipo de travesía: sensatez y agallas.

Fase #5:

La mañana se rezagaba y el mediodía avanzaba, y con él, la intensidad del sol sin nube alguna que lo cubriera. Nuestro ritmo era estable, el calor no era suficiente como para amilanarse. Poco a poco los alrededores empezaban a hacerse monótonos. Pero a pesar de la poca variedad visual que las zonas rurales ofrecen por naturaleza, el panorama era estimulante en cierta medida.

Cristian, al divisar la fábrica de la empresa Toyota, nos pidió detenernos a pensar en la opción de hacerle una rápida visita. Se había anotado como candidato a empleado semanas antes y esperaba el llamado de algún superior para saber si había sido seleccionado o no. Al encontrarnos a cinco cuadras supusimos que no sería un verdadero inconveniente. Pero en definitiva sólo paramos a un costado, tomamos algunas fotografías, descansamos y volvimos al ruedo en menos de media hora.

Exactamente a las doce del mediodía llegamos a Lima, una ciudad de paso. Nuevamente nos detuvimos en una de las esquinas, amplia con césped y un gran árbol en donde apoyamos las bicicletas y nos sentamos a almorzar. Juani había preparado sándwiches de pollo el día anterior. Bienvenidos fueron, especialmente por ellos tres que son de tener buen apetito. Tomé la poco sabia decisión de no comer tanto como debí haber hecho. A pesar de la exigencia del ejercicio, no tenía mucha hambre.

Un perro se acercó al grupo con cautela pero sin timidez. Recuerdo su cara de bueno y me pareció bien darle algún bocado de mi vianda. Honestamente no puedo asegurar si al final lo hice o no. Más que consideración por el animal (que por cierto no mostraba signos de desnutrición) debía de tenerla por nosotros como grupo, y la comida era algo fundamental que preservar y aprovechar al máximo; no tardó mucho en irse de ahí.

La digestión ya estaba hecha, así que era hora de regresar a la ruta...supuestamente. Pero no, Cristian, Juani y Ciri se recostaron en la lona que extendieron sobre el césped y se echaron a dormir. Mientras descansaban, aproveché para escuchar un poco de música. Con auriculares puestos, apoyé mi espalda contra el tronco del árbol y me dejé llevar por la selección de temas que tenía cargada en mi reproductor mp3, lo que a la larga me llevó a cerrar los ojos plácidamente.

No habrían pasado muchos minutos antes de que los volviese a abrir. Linda sorpresa me llevé al ver al perro de regreso y una bolsa de plástico vacía y rota ante su hocico. Tampoco pasó mucho más tiempo hasta que mis tres compañeros se despertaron, sólo para enterarse de las malas noticias (realmente lo eran). Por supuesto, la culpa recayó en mí. “¿Dejaste que el perro se comiera los tres sándwiches que quedaban?” dijo Cristian con su habitual enojo regulado. “No a propósito” repuse. “Ese animal se había ido, que yo sepa. Es más vivo de lo que uno cree”. Juani y Ciri tienen una manera de ser más apacible. No me cabe la menor duda de que les molestó lo ocurrido, al igual que a Cristian, pero al ser éste el primero en enojarse no sumaron más de su propia parte y se mentalizaron de inmediato en seguir sin perder más tiempo, como acostumbran hacer ante cualquier tipo de inconveniente.

Antes de continuar aprovechamos una canilla con agua corriente en la parte trasera del  parador que se encontraba en la esquina donde descansamos para rellenar las botellas vacías y empaparnos con la intención de contrarrestar el calor del sol en su cénit.
“¿Cómo lo ves hasta ahora?” me preguntó Juani poniéndose su gorra nuevamente. “No tan tortuoso como lo pintaban” le respondí. “Porque no llegó la parte difícil” amenazó. Él había hecho dos viajes mucho más intensos que el que estábamos haciendo juntos ahora, pero ninguno de ellos pasó por este camino, así que su deducción se basó probablemente en una fuerte intuición de ciclista y, como se comprobaría luego, más que acertada.

Fase #6:

Al partir de Lima no tardamos mucho en divisar una nueva estación de servicio a dos manos. Habrán sido muy pocos los kilómetros recorridos desde el descanso previo pero aun así quise hacer una nueva parada. Pude escuchar la queja de Cristian viniendo desde atrás pero le hice oídos sordos. A esta altura cierto hartazgo, siendo yo poco consciente del mismo, comenzaba a apoderarse de mi estado de ánimo.

Mi intención era comprar una botella de agua bien fría (que resultó ser gasificada) y regresar al ruedo inmediatamente. Más allá de las quejas vale dejar asentado que esos cinco minutos que yo suponía invertir pasaron a ser treinta, y no porque yo lo haya pedido. Incluso traté de apurarlos un poco, pero no estaba en condiciones de presionar. No quería que me recriminaran el hecho de habernos detenido tan pronto una vez más. Lo bueno es que esta parada se aprovechó bien porque, estacionadas en el pasamano del pasillo que llevaba a los baños de la estación, nuestras bicicletas fueron dignamente fotografiadas, una por una.

Aproximadamente a la una de la tarde seguimos pedaleando...y pedaleando...y pedaleando... Probablemente lo más difícil en este tipo de viajes no sea la exigencia física, si uno se encuentra dentro de todo en forma y se acostumbra al ritmo requerido. Ahora bien, el lado psicológico es otra cosa completamente distinta. Acostumbrados a tener una estación de servicio de tanto en tanto no había verdaderas razones como para quejarse. Ni siquiera se había pinchado la rueda de nadie hasta ahora, lo que hubiese justificado al menos un insulto al éter. Pero durante todo este tramo las estaciones y paradores fueron inexistentes. Lo único ante nuestros ojos, en cualquier dirección, eran hectáreas y hectáreas de campo. Uno veía a distancia y siempre parecía distinguir una curva que daba esperanza de cambio en algún momento. Pero dicha curva nunca terminaba de aparecer. Parecía una ilusión óptica que se jactaba de su astucia a la hora de burlarse de nosotros. No habría que olvidarse de sumar la escasez de agua y su falta de frescura a causa del sol in-interrumpido ¿Recuerdan esa bendita botella de agua helada olvidada en casa de Juani? Bueno, acá es donde terminé de odiarme ¡Ja, ja!

La lógica nos decía que a falta de lugares apropiados para detenerse, lo único que nos quedaba por hacer era continuar para ganar tiempo. Pero, claro está, hacer paradas de vez en cuando en esta zona no era algo que tuviésemos que pasar por alto, más allá de la falta de lugares cómodos. De hecho, era crucial sentarse bajo un árbol y cubrirse de la luz solar por unos diez minutos. No venía nada mal, ¿verdad?

Lo preocupante era la escasez de alimento (¡Bien hecho, perro de Lima!). Sólo nos hidratábamos con el agua que restaba de una botella de gaseosa y de la de Juani, una ideal para levar en el cuadro de la bici... ¡como la mía!

Finalmente, después de varias horas de sobrellevar esta situación, vimos a mano contraria una especie de estancia privada, con una vistosa tranquera y una garita de seguridad a su lado. Un gran cartel al costado de la ruta indicaba el nombre del lugar: Los Querandíes.

Los chicos decidieron cruzar y probar suerte preguntándole a uno de los guardias de seguridad que suponíamos estarían de turno encargándose de la entrada y salida de personas al lugar si pudiesen rellenar nuestra única botella vacía, que originalmente había estado llena de jugo de pera.

Con unos ademanes y suposición obvia de uno de los guardias, éste nos recibió y escuchó nuestra historia. Conociendo nuestro cometido no dudó en darnos agua fría del cargador del que disponían ¡Gracias al cielo! Como apuntó Cristian después de que todos nos re-hidratáramos: “Díganme si no fue el trago de agua que más hayan disfrutado alguna vez”.

Después de satisfacer esa fuerte necesidad de ingerir líquido fresco aprovechamos para preguntarle al guardia qué tanto más debíamos de continuar hasta alcanzar la próxima estación de servicio. “Habrán unos diez kilómetros desde Los Querandíes”. Diez kilómetros...al menos ahora teníamos una referencia, algo que calmara un poco la ansiedad de mentes que ignoraban tanto distancia como ubicación exacta.

Nada cambió durante el tramo que le siguió a esta parada inesperada. En todo caso, casi nada lo hizo: el agua conseguida a la entrada de la estancia influyó positivamente...hasta que se agotó. En una ruta y sin marcador de kilómetros recorridos es difícil calcular las distancias con exactitud, de ahí el valor que yo particularmente le di al dato que el guardia había compartido con nosotros minutos antes. Igualmente, diez, quince o veinte kilómetros no hacían la diferencia para mí. Lo que me ayudó a mantener la serenidad fue el hecho de saber que no había nada más por hacer, tan sólo pedalear y mantener un buen ritmo sin esperar por ningún posible oasis. Si lo había, ya aparecería, si no, ya estaba bien mentalizado.

No fue un parador ni estación de servicio lo que nos llamó la atención más adelante, pero oasis en fin: una estación de policía...a mano contraria (¡por favor, un poco de consideración!). Cualquier excusa era bienvenida a esta altura. Yo pensaba que lo mejor habría sido hacer un sacrificio y pasarla de largo, así no nos arriesgaríamos a ser obligados a abandonar la marcha, recordando el móvil de seguridad vial y a la chica que me advirtió de los encargados de multar a quienes desobedecieran las leyes de tránsito. Pero definitivamente la posibilidad de más agua pudo contra cualquier capacidad de razonamiento (bien por el lado instintivo del ser humano).

A diferencia de los porteros en Los Querandíes, estos policías tardaron más en recibirnos. No llegaron a ser descorteces pero tampoco fueron tan amables como los de algunos kilómetros atrás. Un uniformado de cabello corto y rubio nos permitió adentrarnos hasta el final del pequeño patio en donde los autos de patrulla eran estacionados. En la esquina formada por la entrada al cuartel principal a la derecha y una pared separadora de frente, una manguera colgaba del caño de agua corriente al cual estaba conectada.

Nuestra discreción a la hora de saciar la sed fue nula, debo ser sincero. Una vez frente a la canilla abierta habré pasado un minuto entero o más bebiendo y remojándome la cabeza, permitiendo también que mi remera se mojara casi por completo. Juani terminó empapado de pies a cabeza y el grueso cabello de Ciri tomó una cierta forma de cresta “Punk” después de dejar caer el agua sobre su cabeza y pasar sus manos de adelante hacia atrás por la misma. Mientras era el turno de Cristian me dediqué a recuperar mi aliento sentado con la espalda apoyada en una de las paredes.

Estábamos preparando las ocho ruedas con sus respectivos cargamentos en la puerta de la estación cuando el oficial que nos había dado permiso para hacer uso del agua reapareció, con mejor predisposición para socializar esta vez. Sin sorprender a ninguno, preguntó por nuestro destino. Al responder “San Pedro” nos afirmó lo lejos que nos encontrábamos de ahí todavía. Lo bueno es que para la próxima estación de servicio faltaba menos, si tenemos en cuenta lo recorrido desde el último punto de partida hasta donde nos encontrábamos en ese instante. De todas maneras nadie pudo contener las ganas de preguntarle a alguien más acerca de la próxima estación en dirección noroeste: “Y...habrán unos quince kilómetros desde acá. Están en el núcleo de la zona rural que forma parte del camino al noroeste de Buenos Aires”. “¡No! ¿Cómo puede ser?” Fue nuestra reacción inmediata. “Algunos kilómetros atrás nos dijeron que nos faltaban diez kilómetros. Daba la sensación de que nos estábamos acercando ya, ¡pero ahora se extiende todavía más de lo esperado!”. Noticias desalentadoras si las hay ¿Pero qué otra cosa puede uno hacer ante ellas? Una gran distancia había sido cubierta y volver sería igual de exigente, aunque peor para nuestra autoestima sabiendo que todo el proyecto se convertiría en un fracaso. Por ende, subir en dirección norte con inclinación hacia el oeste fue lo que consideramos la única opción.

“Habrá que aceptarlo. Cuanto antes sea, mejor” pensé con seriedad.

Con una recomendación del hombre de azul previniéndonos de las “chicas bravas” de San Pedro, tomamos el camino peatonal ligeramente empedrado hasta encontrar un punto cómodo por el cual cruzar y retomar la banquina a mano derecha. Por supuesto, la policía no pareció tener ninguna objeción en cuanto a nuestra manera de viajar poco convencional.

Fase #7:

Cada uno tiene su propia velocidad, eso es un hecho. Pero los ritmos de cada quien pueden ir variando por etapas. Por momentos, Cristian y Juani aceleraban repentinamente y nos sacaban a Ciri y a mí una gran ventaja. Estoy muy seguro que, de desearlo, Ciri podía alcanzarlos sin ningún problema; se moderaba para que yo no quedara tan atrás y solo. Nunca pensé que ser el menos veloz fuese una razón para sentirse poco orgulloso de mí mismo. Bastante bien estaba sobrellevando un viaje en el que sin lugar a dudas estaba superando mis propios límites físico-mentales más allá de toda expectativa. Pero desde que dejamos la estación de policía, mis fuerzas parecieron ir desvaneciéndose a cada minuto. Hubo un momento en el que vi a Ciri, que generalmente ocupaba la tercera posición, como una figura distante, apenas visible y lejos del alcance de mi voz.

Pudo haber habido una fiebre de compra de celulares hace algunos años, pero nunca me interesé en obtener uno. Es así que ahora no tenía manera de contactar a ninguno de los tres en caso de quedarme muy atrás...y eso fue exactamente lo que ocurrió. Me preguntaba qué era lo que andaba mal ¿Cómo podría estar tan agotado? A pesar de sonar a pregunta retórica, tenía posibles respuestas: el calor agobiante, todos los kilómetros recorridos, la falta de costumbre al llevar el peso del equipaje sobre la rueda trasera, etc. Pero fue durante esa soledad de preguntas frustrantes cuando el tema de la autoestima me afectó de lleno: me sentía un fiasco, rezagado a pesar de toda la voluntad puesta en acelerar y reunirme con el trío que quién sabe dónde estaría ya. Pero una vez más, esa bendita pregunta que horas antes me ayudara a decidir, ocupó mi cabeza: ¿Qué otra cosa se puede hacer? Regresar a la estación de policía era una opción, aunque el lugar ya no se encontrara tan pronto. Detenerse hubiese llegado a ser peligroso inclusive, sin alimento y/o bebida y quién sabe cuándo retomaría la marcha, y por cuánto tiempo más también. La tercera opción (y finalmente la elegida) resultó ser (qué extraño) seguir pedaleando. “En algún momento algo aparecerá” pensé.

Mi andar pasó a ser un reflejo al cien por ciento, apenas era consciente de ello o de cualquier otra cosa, por ejemplo, el tiempo que pasé avanzando hacia un propósito que ya se sentía lejano.

Toda esta zona se caracterizaba por tener puentes que cruzaban el camino en distintos puntos. Por fin, bajo uno de ellos, vi que mis compañeros me habían estado esperando a la sombra de las columnas que lo sostenían. No fue un “Hola”, “Qué bueno que hayas reaparecido” ni nada semejante lo que escuché como recibimiento, sólo lo siguiente de parte de Cristian: “Claudio, ¡tenés la rueda trasera pinchada!” Créanme, no había mejor manera de ser recibido. El saber que mi rueda se había pinchado respondió a la pregunta de porqué había estado yendo tan despacio sabiendo que con ese esfuerzo mi velocidad tendría que haber sido, lógicamente, mayor. Sin embargo, Cristian, Juani y Ciri nunca se percataron de mi repentina felicidad ya que no tenía fuerzas ni como para hacer una mueca de satisfacción. A decir verdad ellos estaban asombrados de mí por el éxito que tuve en continuar y llegar hasta donde lo había hecho teniendo una rueda pinchada.

Sentado al pie de la colina que se formaba entre la base y salida del puente, me quedé en silencio por un buen rato, solamente dedicándome a respirar con regularidad. Evidentemente los chicos comenzaron a dudar acerca de mi continuidad, por lo que palabras de aliento empezaron a salir de sus bocas: “No falta nada, Clau. Ya pasamos la mitad” dijo Juani. “Estás cansadísimo porque habrás hecho unos dos kilómetros y medio con una rueda en malas condiciones” opinó Ciri razonablemente. Y así otras cosas por el estilo. Pero lo que más me llegó fue el testimonio de Cristian, rememorando el viaje a Mar del Plata que él había hecho junto a los hermanos tan sólo seis meses atrás: “Ahora no ves la hora de llamar a alguien para que te venga a buscar en auto así te lleve a tu casa y una vez ahí te puedas echar a dormir en tu cama y olvidarte de todo. Pero creeme que cuando el cansancio pasa, te sentís horrible porque es ahí donde te das cuenta que pudiste haber seguido. Es lo que me pasó cuando abandoné la marcha en vacaciones de invierno”. Su sinceridad fue clave en la decisión que tomaría un rato más tarde, aunque no podía decir que lo entendía del todo porque no había abandonado ninguna marcha antes ¡De hecho nunca me había sometido a una travesía semejante! Pero su manera de hablar tuvo el impacto suficiente como para darme cuenta que todavía tenía resto para seguir. Eso sí, primero necesitaría un generoso descanso.

Caminando lentamente, me aproximé al portaequipaje de Juani y, abriendo uno de los bolsillos de su alforja, tomé una de las bolsas de dormir, la extendí sobre el desnivelado suelo, me metí dentro de la misma y no hice otra cosa más que reposar. No llegué a dormirme, pero me hizo muy bien simplemente el recostarme y cerrar los ojos por largos minutos. Los tres se dedicaron a reparar mi rueda pinchada durante mi descanso. Le di fin al ponerme de pie y desperezarme. Luego me acerqué a mi propio equipaje con la intención de sacar una camiseta de manga larga blanca de la mochila y guardar la que llevaba puesta, que era de manga corta.

Fue una grata sorpresa el enterarme que sí había alimento de reserva en una de las alforjas después de todo. Juani sacó un paquete de galletitas de agua y una lata de paté. Me senté para comer moderadamente varias de ellas untadas con aquella pasta. Al terminar me puse de pie y me dirigí otra vez hacia mi bicicleta...y la monté sin pensarlo dos veces. No hubo grandes preparativos a la hora de continuar, nada más les dije, estando en movimiento, que me adelantaría pero avanzando muy despacio, así me alcanzarían pronto y ganaríamos algo de todo el tiempo perdido. Bueno, no habría que considerarlo perdido. A decir verdad fue un momento crucial, el más importante de todo el viaje. Prefiero referirme a ese tiempo como invertido y no perdido, para ser más apropiados.

Fase #8:

A las seis de la tarde del siete de enero de 2011 escuché uno de los gritos más memorables que se hayan podido escuchar en una ruta alguna vez: “¡¡¡UNA PETRO!!!” exclamó Cristian a todo pulmón. Por supuesto, se estaba refiriendo a una estación de servicio de empresa brasilera ¡Ya era hora! Trescientos sesenta minutos habían pasado desde la última apenas partimos de esa esquina en la entrada de Lima. Pero ¡oh!, qué raro, ésta se encontraba a mano izquierda. Qué más da, la sensación de triunfo pudo más que cualquier percance de turno.

Bienvenido fue el fresco acondicionado dentro del mini-mercado cuando entré a comprar unos helados. Además de productos alimenticios Cristian, Juani y Ciri juntaron una mínima parte de su dinero para comprar una pelota de goma, ideal para patear en el camping que nos esperaba.

Después de tomar los helados y beber la gaseosa adquirida recientemente, agregamos la pelota al resto del equipaje y continuamos. Lo bueno fue que el sol por fin se había escondido tras unas nubes grises que no parecían albergar lluvia (o al menos queríamos convencernos de ello). Poco después de abandonar la estación, un nuevo inconveniente surgió al esta vez pincharse una de las ruedas de Juani, no recuerdo cuál de las dos fue. Siendo todo un experto en viajes largos se percató de la pinchadura rápidamente. Nos detuvimos en el césped que se encontraba entre la ruta y la salida del puente que acabábamos de cruzar. Allí bebimos parte del jugo preparado en la estación. Habíamos aprovechado la nueva botella de gaseosa, que para ese momento ya se había vaciado y rellenado con agua corriente. En menos de quince minutos montamos las bicicletas otra vez.

El camino se hizo más angosto en determinado momento, lo que hacía que pedalear fuese mucho más peligroso ya que los vehículos seguían apareciendo y su velocidad apenas disminuía. Los camiones eran los más alarmantes de todos, nos pasaban por el costado izquierdo con un margen de menos de un metro de distancia, y con ellos venía una intensa ráfaga de viento que desestabilizaba ligeramente nuestros manubrios. Fue allí cuando una indicación escrita en blanco sobre un cartel verde a la derecha del camino dio la gran noticia: “Usted ha llegado al partido de San Pedro”.

Fase #9:

Fue realmente una situación engañosa ésta de saber que se llegó a San Pedro antes de que el día terminara. Puede que hubiera un cartel indicándoles a los viajantes que se habían adentrado al partido pero para nosotros eso no implicaba el haber llegado a destino; nunca dijimos que armaríamos la carpa a un costado de la ruta a pocos metros de la indicación en cuestión. Todavía teníamos que alcanzar la zona de campamentos y, como experimenté luego, no estaba nada cerca.

Traté de concientizarme tal y como lo había hecho durante la plena tarde de aquel día. A pesar del intento, los frutos no fueron los mismos. Es decir, no abandoné la marcha ni nada por el estilo, pero mi mal humor llegó a transformarse en enojo. La experiencia se había convertido en una tarea ardua y no la estaba disfrutando. La luz en la oscuridad de este nuevo tramo fue un nuevo campo de grandes y verdes plantas extendiéndose infinitamente. Me dio un respiro de toda la amargura acumulada ya que me remontó al primer vistazo rural de la mañana, como dije anteriormente, mi parte favorita. Pero el camino tampoco parecía tener fin, al igual que la “curva” entre Lima y la estación de policía. Así que fue, como lo veo ahora, un equilibrado desenlace de mis estados de ánimo bipolares, uno durante a fase #3 y el otro durante las fases #6/#7, ambos desarrollándose simultáneamente en la última.

A un costado de este camino, después de cubrir varios exigentes kilómetros, avistamos un puesto de venta de alimentos regionales. Durante nuestra estadía en San Pedro no le pregunté a nadie si el durazno era la materia prima, pero me quedé con mi propia deducción de que sí lo era al ver que en cada verdulería y/o puesto de venta dentro del mismo camping lo más reconocible a simple vista era este fruto.

Los chicos compraron cuatro duraznos, uno para cada uno, pero preferí no comer el que me correspondía. Generalmente suele caerme mal el ingerir alimentos sólidos durante y/o después de tanta actividad física.

Poco a poco una nueva zona urbana comenzaba a reemplazar a los campos de plantaciones con su alumbrado público ya encendido (7:30 PM) y con tranquilas casas suburbanas con mucha mayor proximidad entre sí. Ciri nos hizo detenernos frente a una de éstas al ver a una señora que se encontraba sentada en una silla en el patio delantero de la misma. Quiso aprovechar su presencia inmediata para preguntarle si nos podía dar las últimas indicaciones necesarias para llegar a destino. La mujer, una vez al tanto del lugar al que apuntábamos, nos dio como punto de referencia otra estación de servicio, que se suponía aparecería después de doblar a la derecha en la siguiente esquina. Todo fue acertado: encontramos la estación rápidamente, incluso Cristian la aprovechó para comprar más provisiones e ir al baño. Pero ahora necesitábamos una nueva confirmación. Es así que Cristian le preguntó a un dúo que justo pasaba caminando si la pendiente que nos llevaría al paseo turístico, la última de todas las calles que debíamos transitar, se encontraba donde creíamos que estaba. Sus indicaciones nos terminaron de acomodar ya que al encontrar dicha pendiente sólo nos quedó bajarla y doblar hacia la izquierda para finalmente transitar el paseo.

Al parecer había una infinidad de recreos en los cuales pasar los próximos días, otro factor que no ayudaba a mi estado mental ya que cualquiera era el indicado para mí ¡Sólo quería detenerme de una vez por todas! Pero la balanza se volvió a estabilizar cuando un joven que pasó trotando en dirección opuesta nos gritó palabras alentadoras. “Bien ahí muchachos, haciendo ciclo-turismo”. Encontré muy alentador el hecho de que reconociera y apreciara lo que nos habíamos dispuesto a hacer. A mí particularmente me dio el último empujón para que unos quince minutos después viera la entrada del lugar que los chicos habían elegido para acampar.

1 comentario:

  1. que linda experiencia no? San Pedro, para mi es lo más! le tengo mucho cariño...

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